AEGON
La situación era de lo
más crítica. El ataque en los Sauces Tristes había sido catastrófico. Más de la
mitad de su ejército había perecido y muchos habían quedado grabemente heridos.
A penas le quedaba un cuarto de sus tropas en píe y listo para combatir. De no
ser por Balerion, serían una presa fácil para cualquiera de los señores de los
Ríos que quisiera atacarle.
Afortunadamente, Harren
se encontraba en una situación similar. Lo que le quedaba de su ejército tras
la derrota sufrida en los Juncos era ya carroña. La mitad había ardido en los
barcoluengos y la otra mitad eran cadáveres que flotaban en el agua o se
amontonaban en la orilla del lago, dejados allí tirados por orden suya; incluso
los hijos de Harren, que habían comandado el ataque, fueron dejados a merced de
los cuervos. Era lo menos que merecían unos hombres sin honor que les habían
atacado por la espalda en plena noche.
Según las últimas
noticias, se había encerrado en Harrenhal con la última tropa que le quedaba,
la guardia que defendía la fortaleza. Seguramente, su plan sería antrincherarse
en su megalómana construcción mientras esperaba los refuerzos de las Islas de
Hierro. Afortunadamente, estas tropas tardarían varios días en llegar, así que
debía darse prisa y llegar a Harrenhal cuanto antes. Desgraciadamente, no todo
el mundo compartía sus ánimos.
Sus oficiales le
suplicaron regresar a Fuerte Aegon para reagruparse o construir un fuerte donde
estaban y esperar la llegada de refuerzos. Pero él sabía que no había tiempo
que perder; había que atacar a Harren mientras este aún estaba debilitado y
destruir Harrenhal antes de que más hijos del hierro llegasen en ayuda de su
rey. Aún le quedaba Balerion. Solo le hacía falta su fiel dragón para reducir
esa gran fortaleza a cenizas. Sus soldados, por pocos que fueran, solo tendrían
que ocuparse de los restos de la mesa.
Sin embargo, a Harren
el Negro aún le quedaba un as en la manga.
Según le informaron sus
espías, muchos cuervos estaban saliendo de Harrenhal. Pero no iban a las Islas
del Hierro, sino a los castillos de los señores de los Ríos. Hasta entonces,
estos habían permanecido neutrales en esta guerra y sus únicos movimientos eran
reunir a sus tropas para defender sus fortalezas de posibles ataques. Harren no
los había necesitado nunca si no era para pedirles hombres fuertes que
trabajasen en la construcción de Harrenhal o doncellas jóvenes y bellas para
satisfacer a sus soldados. Pero, las cosas eran ahora muy diferentes. Harren quería
reunir un nuevo ejército y quería reunirlo cuanto antes.
Dado que las Islas del
Hierro dominaban las Tierras de los Ríos desde que el abuelo de Harren se las
arrebató al Reino de la Tormenta, los señores del Tridente estaban obligados a
servirles. Sin embargo, Aegon conocía muy bien la tiranía y los abusos a los
que los hijos del hierro habían sometido a esas tierras; especialmente, durante
el tiránico reinado de Harren, quién malgastó miles de vidas en la construcción
de su gigantesca fortaleza. Así que su esperanza radicaba en que el odio acumulado
por los habitantes de esas tierras durante todos estos años hiciera que los
señores del Tridente no acudieran a la leva. Sin embargo, sus oficiales no
compartían su optimismo. Para ellos las grandes casas de los Ríos no se
atreverían a desafiar a Harren y se unirían a su ejército en cuanto fueran
llamados, poniéndoles las cosas más difíciles.
Sin embargo, todavía quedaba
una tercera posibilidad en la que ninguno había reparado y que ese día se les
presentaría ante sus ojos.
Se encontraba reunido
con Lord Crispian y sus otros oficiales cuando un jinete llegó a toda prisa
pidiendo ser recibido lo antes posible. Era un hombre joven que formaba parte
de su cuerpo de exploradores. Aegon lo conocía y sabía que formaba parte de los
exploradores enviados a inspeccionar las tierras al oeste del Ojo de Dioses.
Tanto él como su caballo estaban exhaustos, como de haber cabalgado día y noche
sin parar.
- Mi señor… –dijo mientras
recuperaba el aliento –. Tengo terribles noticias. Un gran batallón de soldados
se dirige hacia aquí; dos mil hombres o más. Llegarán dentro de dos horas. Portan
estandartes con un pez plateado.
Todos los presentes
arquearon mucho las cejas.
- ¡Los Tully! –exclamó Lord
Crispian, a quién le costaba ya disimular su miedo –. Seguro que quieren
ganarse el favor de Harren llevándole nuestras cabezas.
Lord Crispian no era el
único, ya que todos los oficiales empezaron a mostrarse preocupados y comenzaron
a murmullar entre ellos. Había motivos para preocuparse. Los Tully eran la casa
más importante de las tierras de los Ríos y, si habían decidido entrar en la
guerra del lado de Harren, las demás casas ribereñas les seguirían.
- ¡Tenemos que irnos,
mi señor! –suplicaron varios de sus oficiales con Lord Crispian a la cabeza.
Otros, pese a estar igual de preocupados, prefirieron quedarse en silencio
prudentemente, ya que Aegon no quería a cobardes en su ejército.
- Lord Crispian –dijo
finalmente –. Reune a las tropas. Llevalos fuera de los sauces, a territorio
abierto, lejos del lago y de cualquier lugar que puedar servir de refugio al
enemigo. Que los soldados estén preparados para entrar en combate en cualquier
momento.
Lord Crispian estaba
tan perplejo como asustado.
- ¿Vamos a combatir a
un ejército superior en territorio abierto…?
- No. Antes de que
lleguen, saldré a recibirles con Balerion. Por muy numerosos que sean, cuando
vean a mi dragón en una zona donde no tengan donde esconderse no se mostrarán
reacios a negociar.
- ¿Y si la negociación
fracasa…?
- Entonces, reza a los
dioses para que Balerion los abrase antes de que lleguen hasta vosotros.
Tal y como dijo el
mensajero, el ejército de los Tully llegó a las dos horas. Lord Crispian había
llevado al ejército Targaryen hasta una llanura rodeada de espesos bosques que
Balerion podría convertir en un infierno en cuestión de segundos, dejándo al
enemigo atrapado.
Una gran escuadra de
soldados surgió de entre los árboles y, como si de una gran serpiente se
tratara, comenzó a avanzar hacia donde se encontraba el ejército Targaryen. Los
soldados vestían relucientes cotas de malla plateadas que simulaban las escamas de un pez y, sobre ellas, largas túnicas con rallas horizontales rojas y azules y la gran trucha plateada de la Casa Tully estanpanda estampada en la parte del pecho.
De pronto, una gran
sombra pasó sobre ellos. Todos los soldados se detuvieron y miraron aterrados
hacia la gran bestia alada que surcaba los cielos, aunque ninguno rompió la
formación. Balerion dio unas cuantas vueltas en el aire antes de aterrizar
frente a la escuadra. Era tan grande, que su sombra cubrió a muchos de los
soldados que estaban a la cabeza; incluso los hombres más altos que motaban a
caballo tuvieron que alzar mucho la cabeza para mirarlo.
Desde lo alto del
dragón, Aegon pudo sentir el miedo de sus oponentes, quienes nunca habían visto
una criatura como esa. Solo bastaba una orden suya para que los redujera a
cenizas. Pero él no iba a hacer eso; al menos, de momento. Sabía que si lo
hacía se exponía a que todos los señores de los Ríos se volvieran contra él y se
unieran a Harren. Pero, si convencía a Lord Tully de que se mantuviera al
margen y abandonase a su suerte al rey del hierro, las demás casas también lo
harían. Solo quedaba saber si Lord Tully estaba dispuesto a negociar; el
destino de su campaña dependía de lo que ocurriera en esos instantes.
Lord Edmyn Tully,
cabeza de la Casa Tully, se adelantó con su caballo portando una bandera de
parlamento. Iba completamente solo, ninguno de sus hombres lo acompañaba. Edmyn
era un hombre alto y delgado, aunque de complexión fuerte. Sus cabellos eran
largos y muy rojos, al igual que su barba. También vestía una cota de malla con forma de escamas de pez, pero su túnica era completamente blanca y, en lugar de la trucha plateada de su estandarte, lo que llevaba al pecho era un pez de color negro.
Se detuvo a escasos
metros del dragón, mirándole fijamente a los ojos; si tenía miedo de morir
abrasado, no lo mostraba lo más mínimo. Alzó la bandera y pidió parlamento.
Aegon dio una orden a Balerion y este se agachó, dejándole bajar. Edmyn también
desmontó de su caballo y se colocó de píe frente a él.
Inesperadamente, desenfundó
su espada. Aegon se preparó para coger a Fuegoscuro mientras Balerion soltó un
fuerte rugido y se preparó para escupir fuego sobre el señor ribereño. Sin
embargo, Edmyn no lanzó ningún ataque. En luegar de ello, se agachó, clavando
una rodilla en el suelo, y alzó su espada con ambas manos en señal de ofrenda.
- Yo, Edmyn Tully,
señor de Aguasdulces, juro fidelidad a Aegon de la Casa Targaryen, señor de
Rocadragón y rey de los Siete Reinos.
Aegon se quedó
perplejo; jamás habría imaginado que un señor del Tridente doblara la rodilla
tan rápidamente. Él esperaba que le juraran fidelidad y se unieran a su ejército
cuando hubiera derrotado a Harren y destruido Harrenhal. Alzó la mirada y vio
como los dos mil soldados Tully que le seguían se arrodillaban imitando a su
señor.
Lord Edmyn no solo
llevó soldados y armas. También llevó incontables provisiones y maestres que
ayudaron a curarse a los heridos del ejército Targaryen; que pronto estuvieron
listos para emprender la marcha sobre Harrenhal.
Esta dio comienzo al
día siguiente. Lord Crispian había sido relevado y ahora era Lord Edmyn quién
comandaba a este nuevo ejército de soldados Targaryen y soldados Tully unidos
bajo el estandarte del Dragón de Tres Cabezas. Aegon y Edmyn pronto habían
congeniado y llegó a parecer que habían sido amigos toda la vida, como con Orys.
A medida que avanzaban,
otros señores de los Ríos se unían a sus filas con sus respectivos ejércitos.
Tal y como esperaban, con la Casa Tully de su lado, las demás casas ribereñas
se atrevieron a desafiar a Harren y unirse al ejército Targaryen, doblando la
rodilla ante Aegon, quién pronto tuvo un ejército más grande aún del que había
llevado hasta allí. Había llegado a esas tierras con a penas mil quinientos
soldados y ahora comandaba un ejército de ochomil hombres.
Bordeando la costa este
del Ojo de Dioses, llegaron finalmente hasta Harrenhal. Habían oído muchas
historias de ella, pero nada les había preparado ante la visión de tan
megalómana construcción. Ante ellos se erigía un mastodóntico fortaleza tan
grande que casi cubría toda la orilla norte del Ojo de Dioses, y de muros y
torres tan altos que, vistos desde abajo, parecía que tocaban el cielo. Era tan
grande que les llevó horas a las tropas rodearla por la parte de tierra. Al
carecer de barcos, no podían sitiarla por la parte que daba al lago. Pero no
les hacía falta, ya que si intentaba huir o atacar por agua, Balerion daría
buena cuenta de ellos. El sol estaba ya muy bajo, pero aún quedaba más de una
hora para el atardecer.
Aegon dio unas vueltas
a lomos de Balerion. Desde el aire, observó como la gente del patio interior
corría a refugiarse las torres mientras cientos de soldados armados con arcos y
ballestas se colocaban sobre el gran muro exterior preparándose para repeler
cualquier ataque. Todos miraban con terror a aquella bestia voladora, pero
ninguno rompía su formación. O eran muy valientes o le tenían más miedo a su
amo.
Se dirigió hacia donde
se encontraba Lord Edmyn y los demás oficiales. Desmontó a Balerion y pidió un caballo.
Con él, se dirigió hacia la gran puerta principal acompañado de Edmyn y dos
soldados de escolta y portando una bandera de parlamento.
Se detuvieron a varios
metros frente a aquella puerta blindada, tan grande y tan alta que hasta
Balerion podría pasar por ella sin problemas estando abierta. Allí esperaron a
que Harren o alguno de sus emisarios saliera a su encuentro.
- Dudo que ni tan siquiera
acepte negociar –dijo Edmyn mientras esperaban –. Es demasiado orgulloso,
incluso estando en inferioridad.
- Los sé. Pero, aún
así, tenemos que mostrar voluntad de dialogar.
Edmyn miró con
preocupación el enorme muro que se alzaba ante ellos y los cientos de arqueros
y ballesteros que había sobre él.
- Esto va a ser una
masacre –dijo apretando los dientes –. Por muchos hombres que tengamos, nos va
a ser imposible traspasar estos muros. Son demasiado altos para las torres de
asedio y escalarlos será casi imposible. Por no hablar de la lluvia de flechas
que nos caerá encima.
- Eso no pasará –dijo
Aegon firmemente con la mirada fija en el muro –. Yo me encargaré de atacar con
Balerion. Tú y las tropas no abandonaréis vuestra posición, tan solo os
encargaréis de evitar que el enemigo huya o lance algún ataque por tierra.
Edmyn giró la cabeza y
observó al gigantesco dragón de escamas negras, el cual se alzaba detrás de la
columna de soldados que rodeaba la fortaleza.
- Si atacáis con esa
bestia, mucha gente va a morir ahí dentro.
- Exacatamente.
El señor rivereño le
miró fijamente.
- En ese castillo no
solo hay soldados. También hay mujeres y niños. Mis informadores me han dicho
que las ciudades y aldeas cercanas han quedado vacías; la gente se ha refugiado
en esa fortaleza. Vas a provocar una matanza de inocentes.
Aegon le devolvió la
mirada muy serio.
- Conociendo a Harren,
seguro que no le importará utilizar a esa gente como escudos humanos. Pero no
puedo dar marcha atrás. Tengo que mostrar fortaleza. Sin se corre la voz de que
no quise tomar Harrenhal por esta razón, los demás reyes también se rodearán de
mujeres y niños y los utilizarán como escudos humanos.
-Mi señor –hasta ese
momento, Edmyn no se había referido a él por ese término; en esos momentos empezó
a sentirse más como un vasallo que como un amigo –. Yo os estoy siguiendo, mi
casa os está siguiendo y la mayoría de los señores de estas tierras os están
siguiendo. Pero no es solo a las grandes casas a las que debeis convencer.
También debeis tener al pueblo de vuestro lado. La gente de estas tierras lleva
muchos años soportando tiranía y opresión; primero de los señores de la
tormenta y ahora de los hijos del hierro. Debeis conseguir que os vean como un
salvador y un libertador y no como otro tirano más.
Aegon se quedó unos
segundos en silencio antes de contestar.
- ¿Y que sugieres?
¿Quieres que me largue y le deje seguir gobernando estas tierras?
Ednyn se apresuró a
negar con la cabeza.
- Dadle la opción de
dejar salir a los civiles. Eso retrasará el ataque, pero demostrará a los ribereños
que sois un líder justo.
Aegon asintió con la
cabeza y Edmyn sonrió aliviado.
En esos momentos se
abrió la gran puerta con un ruido tan atronador que hacía temblar la tierra e
inquietaba a los caballos. Harren Hoare hizo su aparición montado a lomos de un
gran caballo tan negro como su armadura y su capa, dejando bien claro por qué
lo llamaban Harren el Negro. Era un hombre anciano y se había abandonado a la
buena vida, pero su cuerpo aún era robusto y todavía le quedaba vitalidad para
empuñar la espada o salir victorioso de una pelea con los puños desnudos. No
llevaba puesto el yelmo y su cabeza calva relucía con la luz del sol previo al
atardecer.
Se detuvo a escasos
metros de donde estaban Aegon y Edmyn, a quienes miró desafiante; en sus
llameantes ojos se veían los deseos de desenfundar su espada y decapitarles a
ambos en ese mismo momento.
- Si apreciáis vuestra
vida, marcháos inmediatamente de mis dominios –les dijo con voz desafiante.
Aegon permaneció en
silencio mientras Edmyn empezó a hablar.
- Estás en presencia de
Aegon Targaryen, el primero de su nombre, señor de Rocadragón y rey de los Siete Reinos. Debéis
arrodilláos ante él y jurarle fidelidad.
Harren lo fulminó con
la mirada.
- ¡Tú! Eres un maldito
traidor, Tully. Cuando esto termine, tu cabeza adornará mi dormitorio. Tus
hijas la verán mientras me las follo.
Edmyn apretó con fuerza
los puños y los dientes, aogando la rabia que lo inundaba en esos momentos, y
continuó hablando como si no hubiera oído lo que había dicho.
- El rey viene a
reclamar estas tierras en nombre de la corona. Si os oponéis a él, vos y
vuestra casa seréis exterminados.
Harren soltó unas
enormes carcajadas.
- Te crees muy valiente
con tu nuevo señor. Ya me suplicarás cremencia cuando lo convierta en el
almuerzo de mis perros y vuelvas a arrodillarte ante mí.
Aegon pensó que había
estado demasiado tiempo en silencio.
- ¡Ya basta! Harren
Hoare, hasta ahora habéis sido rey de las Islas del Hierro y las Tierras de los
Ríos, pero eso se acabó. Ahora yo soy el rey de los Siete Reinos y todo el que
se me oponga será destruido a menos que doble la rodilla ante mí. Rendíos ahora
y os permitiré seguir siendo señor de las Islas del Hierro. Rendíos ahora y
vuestros hijos podrán seguir gobernando las islas después de vos. Tengo ocho
mil hombres frente a tu muralla y sé que a penas te quedan tropas para defenderte.
- He hecho llamar a
diez mil hombres de las Islas del Hierro. Están ahora de camino. Ellos barrerán
a tu ejército de traídores.
- Para cuando lleguen,
vos estaréis muerto, vuestra casa extinta y vuestra fortaleza destruida.
Harren soltó otras
fuertes carcajadas.
- Mis murallas son
gruesas y robustas. Jamás podréis atravesarlas.
- Las murallas no
contienen a los dragones. Ellos vuelan, por si no lo sabías.
Harren miró por encima
del hombre de Aegon al dragón que se alzaba tras la columna de soldados que
rodeaba la fortaleza. No pudo evitar sentirse impresionado por aquella
magestuosa bestia. Aún así, se mantuvo firme ante sus oponentes.
- Sé lo que le
hicistéis a la flota de Volantis; lo mismo que le hicistéis a mis barcos cuando
mis hijos os pillaron con el culo al aire. Pero las murallas son de piedra y la
piedra no arde, a diferencia de la madera o la carne. No, jamás me rendiré ni
me arrodillaré ante un sucio extranjero que se folla a sus hermanas. Luego seré
yo quién me las folle cuando los hijos del hierro invadan Rocadragón.
Aegon respiró hondo
mientras también aogaba su rabia, como Edmyn. No había duda de que la
negociación había terminado. Harren jamás daría su brazo a torcer. La batalla
era inevitable.
- Vos habéis sellado
vuestro destino y el de vuestra familia. Cuando se ponga el sol será el fin de vuestro
linaje.
Harren volvió a reír.
- ¿Acaso creéis que
podréis derrotarme en solo una hora?
Aegon negó con la
cabeza.
- La batalla comenzará
cuando el sol empiece a ponerse –tanto Harren como Edmyn se sorprendieron –.
Antes, dejaré irse a todo el que quiera abandonar la fortaleza. Aprovechadla
para poner a salvo a vuestra gente.
- Nadie abandonará
Harrenhal –sentenció el rey del hierro –. Aquí dentro estarán seguros. Los
únicos que moriréis seréis vosotros.
- Dejad que se vayan
–intervino un suplicante Edmyn –. Ellos no tienen que morir por vuestra
tozudez.
Harren lo señaló con el
dedo en tono amenazante.
- Tú y yo arreglaremos
cuentas cuando todo esto haya terminado, traidor –luego señaló a Aegon –. Y tú,
lanza a esa bestia contra mi castillo las veces que quieras. Mis arqueros darán
buena cuenta de él. Les he prometido que, a quién logre derribarlo, recibirá
como recompensa a las hijas de todos estos traídores –señaló a la columna de
soldados en referencia a los señores de los Ríos. Luego volvió a señalar a
Edmyn –. Excepto las tuyas, que ya he dicho que serán mías cuando todo esto
termine.
Tras decir esto, dio
media vuelta a su caballo y se dirigió de nuevo al interior de su fortaleza
seguido por su escolta. La gigantesca puerta volvió a cerrarse con aquel sonido
atronador mientras Aegon y Edmyn regresaban con sus tropas.
Tal y como Aegon había
indicado, esperaron durante una hora hasta que comenzara el atardecer. Aegon
aprovechó ese tiempo para terminar de planificar el ataque. Les dijo que,
cuando comenzara el ataque, no permitieran que nadie escapara de la fortaleza
si no era para rendirse. También avisó a las tropas de retaguardia que
estuvieran atentos aun posible ataque.
Los refuerzos de las
Islas del Hierro estaban lejanos, pero había otro posible peligro. Harren tenía
un hermano en el muro de hielo que era el Lord Comandante de la Guardia de la
Noche. Aunque los hombres que vestían el negro estaban obligados por juramento
a no abandonar la defensa del muro, Aegon sabía que a Harren esas cosas no le
importaban y, seguramente, habría pedido ayuda a su hermano tras la derrota
sufrida en los Juncos. En todo ese tiempo el Lord Comandante Hoare habría
podido haber atravesado El Norte y El Cuello con un ejército de hasta diez mil
hombres que podrían aparecer en cualquier momento.
Edmyn, por su parte, no
paraba de mirar hacia Harrenhal con preocupación. Le entristecían las miles de
vidas inocentes que iban a morir esa noche.
- Tranquilo –le dijo
Aegon colocándole una mano en el hombro –. Seguramente, tendrán embarcaciones
con las que muchos podrán huir a través del lago.
- Eso no es lo que me
preocupa. Lo que me preocupa es si, cuando comience el ataque, Harren les
permitirá irse –a eso Aegon ya no tenía respuesta.
Cuando el sol estaba a
punto de empezar a ocultarse, vio que había llegado ya el momento. Montó sobre
Balerion y miró hacia Harrenhal, sobre cuyas murallas estaban apostados los
arqueros y ballestoros de Harren dispuestos a lanzar una lluvia de flechas
contra todo lo que se acercara. Era bien conocida la puntería de los arqueros
del hierro, quienes podrían acertar a alguno de los puntos débiles de su dragón
a alcanzarla a él mismo.
Sin embargo, no pensaba
atacar Harrenhal de frente. En su lugar, hizo que Balerion emplendiera el
vuelo, ascendiendo a toda velocidad. Tanto su ejército como los arqueros de
Harren observaron asombrados al dragón elevarse en el cielo hasta por encima de
las nubes. Pronto, aquella enorme bestia quedó reducida a un pequeño punto
negro en el cielo.
Cuando el sol empezó a
ocultarse, aquel pequeño punto en el cielo empezó a caer en picado y a hacerse
más grande otra vez. Aterrados, los arqueros y ballesteros de Harren vieron
como aquella enorme bestia se abalanzaba sobre ellos. Dispararon sus flechas,
pero el dragón estaba demasiado alto para alcanzarle. En cambio, el fuego del
animal si calló sobre ellos desde gran altura, abrasándoles.
Por un momento, parecía
que Balerion se iba a estrellar contra el muro pero, hábilmente, remontó el
vuelo cuando estaba a pocos metros y comenzó a sobrevolar la muralla que
rodeaba la fortaleza sin parar de vomitar su fuego, calcinando a todos los
arqueros y ballesteros que había sobre él. En solo unos segundos, Harrenhal se
había quedado sin su principal línea de defensa.
Aegon, entonces, hizo
que Balerion se introdujera en la fortaleza, volando entre las grandes torres y
escupiendo fuego sobre la gente que había en el patio interior. La mayoría eran
soldados de la guardia que corrían de un lado para otro sin saber que hacer.
Algunos, desesperados, arrojaron inútilmente sus lanzas contra el dragón, que
no dudó en calcinarlos. Desgraciadamente, no todos eran soldados. También
muchos civiles, en su mayoría mujeres y niños, corrían aterrados intentando
escapar de ese lugar que se había convertido en una ardiente trampa mortal.
Desgraciadamente, el fuego de Balerion no hacía distinciones y todos ardieron
por igual en medio de aquel infierno.
Aegon se lamentó.
Aquello era lo que Edmyn quiso evitar. Trató de animarse pensando en que le
había dado a Harren la oportunidad de dejarles ir; pero la visión de mujeres y
niños envueltos en llamas sería algo que le perseguiría el resto de su vida.
Intentó no pensar en
ello. La fortaleza aún no había caído aún. Las torres aún seguían en píe y de
ellas empezaron a salir flechas tratando de alcanzarle a él y al dragón;
algunos todavía trataron de presentar batalla apostándose en las ventanas con
arcos. Aegon dio una nueva orden y Balerion lanzó su fuego contra las torres,
quemándolas una a una. El fuego se introducía por las ventanas e inmumerables
gritos y un fuerte olor a carne quemada salía de ellas.
Una a una, fue quemando
las torres hasta llegar a la torre principal, la más grande y alta de todas,
situada justo en el centro de la fortaleza. Allí debía estar Harren
esperándolo.
Y no se equivocaba. En
un gran balcón, situado en la parte más alta de la torre, Harren el Negro lo
observaba con ojos llameantes y el puño en alto.
- ¡YO TE MALDIGO! –le
oyó gritar –¡A TI Y A ESA MALDITA BESTIA! ¡QUE LA CÓLERA DEL DIOS AHOGADO CAIGA
SOBRE TI Y TODOS LOS TARGARYEN!
Aegon hizo que Baleron
se colocara frente a él y también lo miró con ojos llameantes.
- ¡DRACARYS!
Y Balerion vomitó su
fuego sobre él. Desgraciadamente, en los segundos previos a que el dragón
lanzara el fuego, unos niños surgieron del interior y se abrazaron a Harren;
estaban muy asustados y lloraban. Aquellos niños debían ser, sin duda, sus nietos.
Aegon abrió los ojos como platos cuando vio como las llamas los deboraban junto
a su abuelo.
Las llamas se
introdujeron rápidamente en la torre, abrasando a todos los que se encontraban
en su interior. Aunque no hubieran salido, aquellos niños se habrían abrasado
vivos de todas formas. La diferencia era que él no los habría visto morir.
Durante unos segundos,
se llevó las manos a las sienes, tratando de asimilar lo ocurrido. Luego miró
hacia abajo, la fortaleza estaba completamente envuelta en llamas. Aún se oían
gritos, pero todo el que permaneciera en ese luegar estaba condenado a morir
abrasado o ahogado por el humo. No había duda, Harrenhal había caído.
Dio una orden a Balerion
y este comenzó a volar, saliendo de entre las torres y dejando atrás aquel
lugar. El sol estaba ya a punto de ponerse del todo. Tal y como dijo, cuando se
pusiera el sol el linaje de Harren el Negro se habría extinguido. Sin embargo,
en esos momentos solo podía pensar en aquellos niños. Unas lágrimas comenzaron
a caerle por las mejillas. Jamás debía llorar en público, pero nadie lo veía
desde donde estaba.
Además, sus hombres en
esos momentos estaban pendientes del infierno en el que se había convertido
Harrenhal. Las llamas destrozaban aquella gigantesca fortaleza por dentro
mientras enormes columnas de humo se alzaban en el aire. Lo que más les
impresionó fue cuando los negros muros se volvieron rojos y las torres
empezaron a derretirse, como si estuvieran hechas de cera. Puede que no
hubieran presenciado de cerca la matanza que se acababa de producir allí
dentro, pero nada había preparado a aquellos hombres para un espectáculo como
el que tenían delante.
Mientras Aegon atacaba
con su dragón, algunas pequeñas columnas habían salido a presentar batalla en
un acto desesperado, pero solo consiguieron quedar ensartados en sus lanzas.
Edmyn esperó ver a algún civil, pero no salió ninguno. Puede que hubieran
quedado atrapados por el fuego o que Harren no les hubiera permitido huir, tal
y como dijo. Edmyn pensaba en eso para no sentirse más culpable de lo que ya se
sentía por las miles de vidas inocentes que se habían perdido aquel día.
Esa noche, ni él ni
Aegon celebraron la gran victoria que se acababa de producir.
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