CAPÍTULO 17



AEGON


La situación era de lo más crítica. El ataque en los Sauces Tristes había sido catastrófico. Más de la mitad de su ejército había perecido y muchos habían quedado grabemente heridos. A penas le quedaba un cuarto de sus tropas en píe y listo para combatir. De no ser por Balerion, serían una presa fácil para cualquiera de los señores de los Ríos que quisiera atacarle.
Afortunadamente, Harren se encontraba en una situación similar. Lo que le quedaba de su ejército tras la derrota sufrida en los Juncos era ya carroña. La mitad había ardido en los barcoluengos y la otra mitad eran cadáveres que flotaban en el agua o se amontonaban en la orilla del lago, dejados allí tirados por orden suya; incluso los hijos de Harren, que habían comandado el ataque, fueron dejados a merced de los cuervos. Era lo menos que merecían unos hombres sin honor que les habían atacado por la espalda en plena noche.
Según las últimas noticias, se había encerrado en Harrenhal con la última tropa que le quedaba, la guardia que defendía la fortaleza. Seguramente, su plan sería antrincherarse en su megalómana construcción mientras esperaba los refuerzos de las Islas de Hierro. Afortunadamente, estas tropas tardarían varios días en llegar, así que debía darse prisa y llegar a Harrenhal cuanto antes. Desgraciadamente, no todo el mundo compartía sus ánimos.
Sus oficiales le suplicaron regresar a Fuerte Aegon para reagruparse o construir un fuerte donde estaban y esperar la llegada de refuerzos. Pero él sabía que no había tiempo que perder; había que atacar a Harren mientras este aún estaba debilitado y destruir Harrenhal antes de que más hijos del hierro llegasen en ayuda de su rey. Aún le quedaba Balerion. Solo le hacía falta su fiel dragón para reducir esa gran fortaleza a cenizas. Sus soldados, por pocos que fueran, solo tendrían que ocuparse de los restos de la mesa.
Sin embargo, a Harren el Negro aún le quedaba un as en la manga.
Según le informaron sus espías, muchos cuervos estaban saliendo de Harrenhal. Pero no iban a las Islas del Hierro, sino a los castillos de los señores de los Ríos. Hasta entonces, estos habían permanecido neutrales en esta guerra y sus únicos movimientos eran reunir a sus tropas para defender sus fortalezas de posibles ataques. Harren no los había necesitado nunca si no era para pedirles hombres fuertes que trabajasen en la construcción de Harrenhal o doncellas jóvenes y bellas para satisfacer a sus soldados. Pero, las cosas eran ahora muy diferentes. Harren quería reunir un nuevo ejército y quería reunirlo cuanto antes.
Dado que las Islas del Hierro dominaban las Tierras de los Ríos desde que el abuelo de Harren se las arrebató al Reino de la Tormenta, los señores del Tridente estaban obligados a servirles. Sin embargo, Aegon conocía muy bien la tiranía y los abusos a los que los hijos del hierro habían sometido a esas tierras; especialmente, durante el tiránico reinado de Harren, quién malgastó miles de vidas en la construcción de su gigantesca fortaleza. Así que su esperanza radicaba en que el odio acumulado por los habitantes de esas tierras durante todos estos años hiciera que los señores del Tridente no acudieran a la leva. Sin embargo, sus oficiales no compartían su optimismo. Para ellos las grandes casas de los Ríos no se atreverían a desafiar a Harren y se unirían a su ejército en cuanto fueran llamados, poniéndoles las cosas más difíciles.
Sin embargo, todavía quedaba una tercera posibilidad en la que ninguno había reparado y que ese día se les presentaría ante sus ojos.

Se encontraba reunido con Lord Crispian y sus otros oficiales cuando un jinete llegó a toda prisa pidiendo ser recibido lo antes posible. Era un hombre joven que formaba parte de su cuerpo de exploradores. Aegon lo conocía y sabía que formaba parte de los exploradores enviados a inspeccionar las tierras al oeste del Ojo de Dioses. Tanto él como su caballo estaban exhaustos, como de haber cabalgado día y noche sin parar.
- Mi señor… –dijo mientras recuperaba el aliento –. Tengo terribles noticias. Un gran batallón de soldados se dirige hacia aquí; dos mil hombres o más. Llegarán dentro de dos horas. Portan estandartes con un pez plateado.
Todos los presentes arquearon mucho las cejas.
- ¡Los Tully! –exclamó Lord Crispian, a quién le costaba ya disimular su miedo –. Seguro que quieren ganarse el favor de Harren llevándole nuestras cabezas.
Lord Crispian no era el único, ya que todos los oficiales empezaron a mostrarse preocupados y comenzaron a murmullar entre ellos. Había motivos para preocuparse. Los Tully eran la casa más importante de las tierras de los Ríos y, si habían decidido entrar en la guerra del lado de Harren, las demás casas ribereñas les seguirían.







- ¡Tenemos que irnos, mi señor! –suplicaron varios de sus oficiales con Lord Crispian a la cabeza. Otros, pese a estar igual de preocupados, prefirieron quedarse en silencio prudentemente, ya que Aegon no quería a cobardes en su ejército.
- Lord Crispian –dijo finalmente –. Reune a las tropas. Llevalos fuera de los sauces, a territorio abierto, lejos del lago y de cualquier lugar que puedar servir de refugio al enemigo. Que los soldados estén preparados para entrar en combate en cualquier momento.
Lord Crispian estaba tan perplejo como asustado.
- ¿Vamos a combatir a un ejército superior en territorio abierto…?
- No. Antes de que lleguen, saldré a recibirles con Balerion. Por muy numerosos que sean, cuando vean a mi dragón en una zona donde no tengan donde esconderse no se mostrarán reacios a negociar.
- ¿Y si la negociación fracasa…?
- Entonces, reza a los dioses para que Balerion los abrase antes de que lleguen hasta vosotros.

Tal y como dijo el mensajero, el ejército de los Tully llegó a las dos horas. Lord Crispian había llevado al ejército Targaryen hasta una llanura rodeada de espesos bosques que Balerion podría convertir en un infierno en cuestión de segundos, dejándo al enemigo atrapado.
Una gran escuadra de soldados surgió de entre los árboles y, como si de una gran serpiente se tratara, comenzó a avanzar hacia donde se encontraba el ejército Targaryen. Los soldados vestían relucientes cotas de malla plateadas que simulaban las escamas de un pez y, sobre ellas, largas túnicas con rallas horizontales rojas y azules y la gran trucha plateada de la Casa Tully estanpanda estampada en la parte del pecho.
De pronto, una gran sombra pasó sobre ellos. Todos los soldados se detuvieron y miraron aterrados hacia la gran bestia alada que surcaba los cielos, aunque ninguno rompió la formación. Balerion dio unas cuantas vueltas en el aire antes de aterrizar frente a la escuadra. Era tan grande, que su sombra cubrió a muchos de los soldados que estaban a la cabeza; incluso los hombres más altos que motaban a caballo tuvieron que alzar mucho la cabeza para mirarlo.
Desde lo alto del dragón, Aegon pudo sentir el miedo de sus oponentes, quienes nunca habían visto una criatura como esa. Solo bastaba una orden suya para que los redujera a cenizas. Pero él no iba a hacer eso; al menos, de momento. Sabía que si lo hacía se exponía a que todos los señores de los Ríos se volvieran contra él y se unieran a Harren. Pero, si convencía a Lord Tully de que se mantuviera al margen y abandonase a su suerte al rey del hierro, las demás casas también lo harían. Solo quedaba saber si Lord Tully estaba dispuesto a negociar; el destino de su campaña dependía de lo que ocurriera en esos instantes.
Lord Edmyn Tully, cabeza de la Casa Tully, se adelantó con su caballo portando una bandera de parlamento. Iba completamente solo, ninguno de sus hombres lo acompañaba. Edmyn era un hombre alto y delgado, aunque de complexión fuerte. Sus cabellos eran largos y muy rojos, al igual que su barba. También vestía una cota de malla con forma de escamas de pez, pero su túnica era completamente blanca y, en lugar de la trucha plateada de su estandarte, lo que llevaba al pecho era un pez de color negro.
Se detuvo a escasos metros del dragón, mirándole fijamente a los ojos; si tenía miedo de morir abrasado, no lo mostraba lo más mínimo. Alzó la bandera y pidió parlamento. Aegon dio una orden a Balerion y este se agachó, dejándole bajar. Edmyn también desmontó de su caballo y se colocó de píe frente a él.
Inesperadamente, desenfundó su espada. Aegon se preparó para coger a Fuegoscuro mientras Balerion soltó un fuerte rugido y se preparó para escupir fuego sobre el señor ribereño. Sin embargo, Edmyn no lanzó ningún ataque. En luegar de ello, se agachó, clavando una rodilla en el suelo, y alzó su espada con ambas manos en señal de ofrenda.
- Yo, Edmyn Tully, señor de Aguasdulces, juro fidelidad a Aegon de la Casa Targaryen, señor de Rocadragón y rey de los Siete Reinos.
Aegon se quedó perplejo; jamás habría imaginado que un señor del Tridente doblara la rodilla tan rápidamente. Él esperaba que le juraran fidelidad y se unieran a su ejército cuando hubiera derrotado a Harren y destruido Harrenhal. Alzó la mirada y vio como los dos mil soldados Tully que le seguían se arrodillaban imitando a su señor.

Lord Edmyn no solo llevó soldados y armas. También llevó incontables provisiones y maestres que ayudaron a curarse a los heridos del ejército Targaryen; que pronto estuvieron listos para emprender la marcha sobre Harrenhal.
Esta dio comienzo al día siguiente. Lord Crispian había sido relevado y ahora era Lord Edmyn quién comandaba a este nuevo ejército de soldados Targaryen y soldados Tully unidos bajo el estandarte del Dragón de Tres Cabezas. Aegon y Edmyn pronto habían congeniado y llegó a parecer que habían sido amigos toda la vida, como con Orys.
A medida que avanzaban, otros señores de los Ríos se unían a sus filas con sus respectivos ejércitos. Tal y como esperaban, con la Casa Tully de su lado, las demás casas ribereñas se atrevieron a desafiar a Harren y unirse al ejército Targaryen, doblando la rodilla ante Aegon, quién pronto tuvo un ejército más grande aún del que había llevado hasta allí. Había llegado a esas tierras con a penas mil quinientos soldados y ahora comandaba un ejército de ochomil hombres.







Bordeando la costa este del Ojo de Dioses, llegaron finalmente hasta Harrenhal. Habían oído muchas historias de ella, pero nada les había preparado ante la visión de tan megalómana construcción. Ante ellos se erigía un mastodóntico fortaleza tan grande que casi cubría toda la orilla norte del Ojo de Dioses, y de muros y torres tan altos que, vistos desde abajo, parecía que tocaban el cielo. Era tan grande que les llevó horas a las tropas rodearla por la parte de tierra. Al carecer de barcos, no podían sitiarla por la parte que daba al lago. Pero no les hacía falta, ya que si intentaba huir o atacar por agua, Balerion daría buena cuenta de ellos. El sol estaba ya muy bajo, pero aún quedaba más de una hora para el atardecer.
Aegon dio unas vueltas a lomos de Balerion. Desde el aire, observó como la gente del patio interior corría a refugiarse las torres mientras cientos de soldados armados con arcos y ballestas se colocaban sobre el gran muro exterior preparándose para repeler cualquier ataque. Todos miraban con terror a aquella bestia voladora, pero ninguno rompía su formación. O eran muy valientes o le tenían más miedo a su amo.
Se dirigió hacia donde se encontraba Lord Edmyn y los demás oficiales. Desmontó a Balerion y pidió un caballo. Con él, se dirigió hacia la gran puerta principal acompañado de Edmyn y dos soldados de escolta y portando una bandera de parlamento.
Se detuvieron a varios metros frente a aquella puerta blindada, tan grande y tan alta que hasta Balerion podría pasar por ella sin problemas estando abierta. Allí esperaron a que Harren o alguno de sus emisarios saliera a su encuentro.
- Dudo que ni tan siquiera acepte negociar –dijo Edmyn mientras esperaban –. Es demasiado orgulloso, incluso estando en inferioridad.
- Los sé. Pero, aún así, tenemos que mostrar voluntad de dialogar.
Edmyn miró con preocupación el enorme muro que se alzaba ante ellos y los cientos de arqueros y ballesteros que había sobre él.
- Esto va a ser una masacre –dijo apretando los dientes –. Por muchos hombres que tengamos, nos va a ser imposible traspasar estos muros. Son demasiado altos para las torres de asedio y escalarlos será casi imposible. Por no hablar de la lluvia de flechas que nos caerá encima.
- Eso no pasará –dijo Aegon firmemente con la mirada fija en el muro –. Yo me encargaré de atacar con Balerion. Tú y las tropas no abandonaréis vuestra posición, tan solo os encargaréis de evitar que el enemigo huya o lance algún ataque por tierra.
Edmyn giró la cabeza y observó al gigantesco dragón de escamas negras, el cual se alzaba detrás de la columna de soldados que rodeaba la fortaleza.
- Si atacáis con esa bestia, mucha gente va a morir ahí dentro.
- Exacatamente.
El señor rivereño le miró fijamente.
- En ese castillo no solo hay soldados. También hay mujeres y niños. Mis informadores me han dicho que las ciudades y aldeas cercanas han quedado vacías; la gente se ha refugiado en esa fortaleza. Vas a provocar una matanza de inocentes.
Aegon le devolvió la mirada muy serio.
- Conociendo a Harren, seguro que no le importará utilizar a esa gente como escudos humanos. Pero no puedo dar marcha atrás. Tengo que mostrar fortaleza. Sin se corre la voz de que no quise tomar Harrenhal por esta razón, los demás reyes también se rodearán de mujeres y niños y los utilizarán como escudos humanos.
-Mi señor –hasta ese momento, Edmyn no se había referido a él por ese término; en esos momentos empezó a sentirse más como un vasallo que como un amigo –. Yo os estoy siguiendo, mi casa os está siguiendo y la mayoría de los señores de estas tierras os están siguiendo. Pero no es solo a las grandes casas a las que debeis convencer. También debeis tener al pueblo de vuestro lado. La gente de estas tierras lleva muchos años soportando tiranía y opresión; primero de los señores de la tormenta y ahora de los hijos del hierro. Debeis conseguir que os vean como un salvador y un libertador y no como otro tirano más.
Aegon se quedó unos segundos en silencio antes de contestar.
- ¿Y que sugieres? ¿Quieres que me largue y le deje seguir gobernando estas tierras?
Ednyn se apresuró a negar con la cabeza.
- Dadle la opción de dejar salir a los civiles. Eso retrasará el ataque, pero demostrará a los ribereños que sois un líder justo.
Aegon asintió con la cabeza y Edmyn sonrió aliviado.
En esos momentos se abrió la gran puerta con un ruido tan atronador que hacía temblar la tierra e inquietaba a los caballos. Harren Hoare hizo su aparición montado a lomos de un gran caballo tan negro como su armadura y su capa, dejando bien claro por qué lo llamaban Harren el Negro. Era un hombre anciano y se había abandonado a la buena vida, pero su cuerpo aún era robusto y todavía le quedaba vitalidad para empuñar la espada o salir victorioso de una pelea con los puños desnudos. No llevaba puesto el yelmo y su cabeza calva relucía con la luz del sol previo al atardecer.
Se detuvo a escasos metros de donde estaban Aegon y Edmyn, a quienes miró desafiante; en sus llameantes ojos se veían los deseos de desenfundar su espada y decapitarles a ambos en ese mismo momento.
- Si apreciáis vuestra vida, marcháos inmediatamente de mis dominios –les dijo con voz desafiante.
Aegon permaneció en silencio mientras Edmyn empezó a hablar.
- Estás en presencia de Aegon Targaryen, el primero de su nombre, señor de Rocadragón y rey de los Siete Reinos. Debéis arrodilláos ante él y jurarle fidelidad.
Harren lo fulminó con la mirada.
- ¡Tú! Eres un maldito traidor, Tully. Cuando esto termine, tu cabeza adornará mi dormitorio. Tus hijas la verán mientras me las follo.
Edmyn apretó con fuerza los puños y los dientes, aogando la rabia que lo inundaba en esos momentos, y continuó hablando como si no hubiera oído lo que había dicho.
- El rey viene a reclamar estas tierras en nombre de la corona. Si os oponéis a él, vos y vuestra casa seréis exterminados.
Harren soltó unas enormes carcajadas.
- Te crees muy valiente con tu nuevo señor. Ya me suplicarás cremencia cuando lo convierta en el almuerzo de mis perros y vuelvas a arrodillarte ante mí.
Aegon pensó que había estado demasiado tiempo en silencio.
- ¡Ya basta! Harren Hoare, hasta ahora habéis sido rey de las Islas del Hierro y las Tierras de los Ríos, pero eso se acabó. Ahora yo soy el rey de los Siete Reinos y todo el que se me oponga será destruido a menos que doble la rodilla ante mí. Rendíos ahora y os permitiré seguir siendo señor de las Islas del Hierro. Rendíos ahora y vuestros hijos podrán seguir gobernando las islas después de vos. Tengo ocho mil hombres frente a tu muralla y sé que a penas te quedan tropas para defenderte.
- He hecho llamar a diez mil hombres de las Islas del Hierro. Están ahora de camino. Ellos barrerán a tu ejército de traídores.
- Para cuando lleguen, vos estaréis muerto, vuestra casa extinta y vuestra fortaleza destruida.
Harren soltó otras fuertes carcajadas.
- Mis murallas son gruesas y robustas. Jamás podréis atravesarlas.
- Las murallas no contienen a los dragones. Ellos vuelan, por si no lo sabías.
Harren miró por encima del hombre de Aegon al dragón que se alzaba tras la columna de soldados que rodeaba la fortaleza. No pudo evitar sentirse impresionado por aquella magestuosa bestia. Aún así, se mantuvo firme ante sus oponentes.
- Sé lo que le hicistéis a la flota de Volantis; lo mismo que le hicistéis a mis barcos cuando mis hijos os pillaron con el culo al aire. Pero las murallas son de piedra y la piedra no arde, a diferencia de la madera o la carne. No, jamás me rendiré ni me arrodillaré ante un sucio extranjero que se folla a sus hermanas. Luego seré yo quién me las folle cuando los hijos del hierro invadan Rocadragón.
Aegon respiró hondo mientras también aogaba su rabia, como Edmyn. No había duda de que la negociación había terminado. Harren jamás daría su brazo a torcer. La batalla era inevitable.
- Vos habéis sellado vuestro destino y el de vuestra familia. Cuando se ponga el sol será el fin de vuestro linaje.
Harren volvió a reír.
- ¿Acaso creéis que podréis derrotarme en solo una hora?
Aegon negó con la cabeza.
- La batalla comenzará cuando el sol empiece a ponerse –tanto Harren como Edmyn se sorprendieron –. Antes, dejaré irse a todo el que quiera abandonar la fortaleza. Aprovechadla para poner a salvo a vuestra gente.
- Nadie abandonará Harrenhal –sentenció el rey del hierro –. Aquí dentro estarán seguros. Los únicos que moriréis seréis vosotros.
- Dejad que se vayan –intervino un suplicante Edmyn –. Ellos no tienen que morir por vuestra tozudez.
Harren lo señaló con el dedo en tono amenazante.
- Tú y yo arreglaremos cuentas cuando todo esto haya terminado, traidor –luego señaló a Aegon –. Y tú, lanza a esa bestia contra mi castillo las veces que quieras. Mis arqueros darán buena cuenta de él. Les he prometido que, a quién logre derribarlo, recibirá como recompensa a las hijas de todos estos traídores –señaló a la columna de soldados en referencia a los señores de los Ríos. Luego volvió a señalar a Edmyn –. Excepto las tuyas, que ya he dicho que serán mías cuando todo esto termine.
Tras decir esto, dio media vuelta a su caballo y se dirigió de nuevo al interior de su fortaleza seguido por su escolta. La gigantesca puerta volvió a cerrarse con aquel sonido atronador mientras Aegon y Edmyn regresaban con sus tropas.

Tal y como Aegon había indicado, esperaron durante una hora hasta que comenzara el atardecer. Aegon aprovechó ese tiempo para terminar de planificar el ataque. Les dijo que, cuando comenzara el ataque, no permitieran que nadie escapara de la fortaleza si no era para rendirse. También avisó a las tropas de retaguardia que estuvieran atentos aun posible ataque.
Los refuerzos de las Islas del Hierro estaban lejanos, pero había otro posible peligro. Harren tenía un hermano en el muro de hielo que era el Lord Comandante de la Guardia de la Noche. Aunque los hombres que vestían el negro estaban obligados por juramento a no abandonar la defensa del muro, Aegon sabía que a Harren esas cosas no le importaban y, seguramente, habría pedido ayuda a su hermano tras la derrota sufrida en los Juncos. En todo ese tiempo el Lord Comandante Hoare habría podido haber atravesado El Norte y El Cuello con un ejército de hasta diez mil hombres que podrían aparecer en cualquier momento.
Edmyn, por su parte, no paraba de mirar hacia Harrenhal con preocupación. Le entristecían las miles de vidas inocentes que iban a morir esa noche.
- Tranquilo –le dijo Aegon colocándole una mano en el hombro –. Seguramente, tendrán embarcaciones con las que muchos podrán huir a través del lago.
- Eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es si, cuando comience el ataque, Harren les permitirá irse –a eso Aegon ya no tenía respuesta.
Cuando el sol estaba a punto de empezar a ocultarse, vio que había llegado ya el momento. Montó sobre Balerion y miró hacia Harrenhal, sobre cuyas murallas estaban apostados los arqueros y ballestoros de Harren dispuestos a lanzar una lluvia de flechas contra todo lo que se acercara. Era bien conocida la puntería de los arqueros del hierro, quienes podrían acertar a alguno de los puntos débiles de su dragón a alcanzarla a él mismo.
Sin embargo, no pensaba atacar Harrenhal de frente. En su lugar, hizo que Balerion emplendiera el vuelo, ascendiendo a toda velocidad. Tanto su ejército como los arqueros de Harren observaron asombrados al dragón elevarse en el cielo hasta por encima de las nubes. Pronto, aquella enorme bestia quedó reducida a un pequeño punto negro en el cielo.
Cuando el sol empezó a ocultarse, aquel pequeño punto en el cielo empezó a caer en picado y a hacerse más grande otra vez. Aterrados, los arqueros y ballesteros de Harren vieron como aquella enorme bestia se abalanzaba sobre ellos. Dispararon sus flechas, pero el dragón estaba demasiado alto para alcanzarle. En cambio, el fuego del animal si calló sobre ellos desde gran altura, abrasándoles.






Por un momento, parecía que Balerion se iba a estrellar contra el muro pero, hábilmente, remontó el vuelo cuando estaba a pocos metros y comenzó a sobrevolar la muralla que rodeaba la fortaleza sin parar de vomitar su fuego, calcinando a todos los arqueros y ballesteros que había sobre él. En solo unos segundos, Harrenhal se había quedado sin su principal línea de defensa.
Aegon, entonces, hizo que Balerion se introdujera en la fortaleza, volando entre las grandes torres y escupiendo fuego sobre la gente que había en el patio interior. La mayoría eran soldados de la guardia que corrían de un lado para otro sin saber que hacer. Algunos, desesperados, arrojaron inútilmente sus lanzas contra el dragón, que no dudó en calcinarlos. Desgraciadamente, no todos eran soldados. También muchos civiles, en su mayoría mujeres y niños, corrían aterrados intentando escapar de ese lugar que se había convertido en una ardiente trampa mortal. Desgraciadamente, el fuego de Balerion no hacía distinciones y todos ardieron por igual en medio de aquel infierno.
Aegon se lamentó. Aquello era lo que Edmyn quiso evitar. Trató de animarse pensando en que le había dado a Harren la oportunidad de dejarles ir; pero la visión de mujeres y niños envueltos en llamas sería algo que le perseguiría el resto de su vida.
Intentó no pensar en ello. La fortaleza aún no había caído aún. Las torres aún seguían en píe y de ellas empezaron a salir flechas tratando de alcanzarle a él y al dragón; algunos todavía trataron de presentar batalla apostándose en las ventanas con arcos. Aegon dio una nueva orden y Balerion lanzó su fuego contra las torres, quemándolas una a una. El fuego se introducía por las ventanas e inmumerables gritos y un fuerte olor a carne quemada salía de ellas.
Una a una, fue quemando las torres hasta llegar a la torre principal, la más grande y alta de todas, situada justo en el centro de la fortaleza. Allí debía estar Harren esperándolo.
Y no se equivocaba. En un gran balcón, situado en la parte más alta de la torre, Harren el Negro lo observaba con ojos llameantes y el puño en alto.
- ¡YO TE MALDIGO! –le oyó gritar –¡A TI Y A ESA MALDITA BESTIA! ¡QUE LA CÓLERA DEL DIOS AHOGADO CAIGA SOBRE TI Y TODOS LOS TARGARYEN!
Aegon hizo que Baleron se colocara frente a él y también lo miró con ojos llameantes.
- ¡DRACARYS!
Y Balerion vomitó su fuego sobre él. Desgraciadamente, en los segundos previos a que el dragón lanzara el fuego, unos niños surgieron del interior y se abrazaron a Harren; estaban muy asustados y lloraban. Aquellos niños debían ser, sin duda, sus nietos. Aegon abrió los ojos como platos cuando vio como las llamas los deboraban junto a su abuelo.
Las llamas se introdujeron rápidamente en la torre, abrasando a todos los que se encontraban en su interior. Aunque no hubieran salido, aquellos niños se habrían abrasado vivos de todas formas. La diferencia era que él no los habría visto morir.







Durante unos segundos, se llevó las manos a las sienes, tratando de asimilar lo ocurrido. Luego miró hacia abajo, la fortaleza estaba completamente envuelta en llamas. Aún se oían gritos, pero todo el que permaneciera en ese luegar estaba condenado a morir abrasado o ahogado por el humo. No había duda, Harrenhal había caído.
Dio una orden a Balerion y este comenzó a volar, saliendo de entre las torres y dejando atrás aquel lugar. El sol estaba ya a punto de ponerse del todo. Tal y como dijo, cuando se pusiera el sol el linaje de Harren el Negro se habría extinguido. Sin embargo, en esos momentos solo podía pensar en aquellos niños. Unas lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas. Jamás debía llorar en público, pero nadie lo veía desde donde estaba.
Además, sus hombres en esos momentos estaban pendientes del infierno en el que se había convertido Harrenhal. Las llamas destrozaban aquella gigantesca fortaleza por dentro mientras enormes columnas de humo se alzaban en el aire. Lo que más les impresionó fue cuando los negros muros se volvieron rojos y las torres empezaron a derretirse, como si estuvieran hechas de cera. Puede que no hubieran presenciado de cerca la matanza que se acababa de producir allí dentro, pero nada había preparado a aquellos hombres para un espectáculo como el que tenían delante.
Mientras Aegon atacaba con su dragón, algunas pequeñas columnas habían salido a presentar batalla en un acto desesperado, pero solo consiguieron quedar ensartados en sus lanzas. Edmyn esperó ver a algún civil, pero no salió ninguno. Puede que hubieran quedado atrapados por el fuego o que Harren no les hubiera permitido huir, tal y como dijo. Edmyn pensaba en eso para no sentirse más culpable de lo que ya se sentía por las miles de vidas inocentes que se habían perdido aquel día.

Esa noche, ni él ni Aegon celebraron la gran victoria que se acababa de producir.









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