CAPÍTULO 7




RHAENYS


Ese día había madrugado mucho para poder volar un poco con Meraxes antes de desayunar. Por eso fue la primera en llegar a la sala del consejo cuando le comunicaron que el mensajero de Bastión de Tormentas había llegado. Orys y algunos consejeros pronto llegaron allí, pero no Aegon y Visenya, quienes llegaron un poco más tarde. Al verlos llegar juntos con aspecto de haberse vestido a toda prisa, supo enseguida que Aegon había pasado la noche con su hermana mayor.
Trató de no darle importancia; al fin y al cabo, Visenya era tan esposa de Aegon como ella. Aunque, la verdad, prefería no saber cuando eran las noches que él pasaba con ella.
De todas formas, todo eso pasó a un segundo plano cuando uno de los consejeros le hizo entrega a su hermano de lo que el mensajero había traído. Se trataba de una caja de madera de cuyo interior salía un hedor bastante fuerte y nauseabundo.
Aegon abrió la caja y su rostro se llenó de furia; aunque mantuvo la calma. Mostró el interior de la caja a los presentes y todos no pudieron evitar una mueca de asombro al ver aquello; tan solo Visenya se mantuvo tan fría como siempre.
Dentro de la caja había dos manos. Dos manos que habían sido cortadas; seguramente, por un hacha o una espada. No le costó mucho reconocer a quién pertenecían y no pudo evitar sentir lástima. A penas conocía a ese chico que había entrado hace poco en el cuerpo de mensajeros, pero no se merecía haber acabado de esa manera solo por haber entregado un mensaje. Incluso los Dothraki respetaban a los mensajeros.


Junto a las manos había un pequeño pergamino enrollado. Aegon lo cogió y lo leyó. Luego fue hacia Orys y se lo entregó.
- Léelo en voz alta –le ordenó.
Antes de proceder, Orys leyó su contenido y su rostro palideció.
- No creo que haga falta… –dijo con voz temblorosa.
- ¡Léelo!
Orys resopló y se puso a leer en voz alta.
- Estas son las únicas manos que vuestro bastardo obtendrá de mí.
Todos los presentes se intercambiaron miradas. Orys, mientras, bajó la cabeza disculpándose a pesar de que no tenía por qué disculparse; tal vez, se sentía culpable de que le tomaran por bastardo o que sintiera que de alguna forma había defraudado a Aegon, quién lanzó la caja a varios metros. Esta se rompió y las manos cortadas terminaron esparcidas por el suelo junto con los pedazos de la caja. 
Miró al mensajero que la había traído, otro chico joven e imberbe. Este se mostraba resignado a aceptar su fatal destino –seguramente, por orden de su rey –, pero no podía disimular que estaba muerto de miedo y, cuando Aegon se encaminó hacia él, se orinó encima mientras ya no podía contener las lágrimas, las cuales resbalaban por sus mejillas.
Cualquiera hubiera pensado que iba a hacer lo mismo que Argilac le había hecho a su mensajero –o puede que algo peor –; seguramente, eso era lo que el Rey de la Tormenta esperaba. Pero ella conocía muy bien a su hermano y sabía que no le iba a dar tal satisfacción.
Aegon no la decepcionó, ya que lo único que hizo fue colocarse frente al joven, quién tuvo que alzar la vista para mirarle a sus llameantes ojos de color violeta.
- Ahora, chico, regresa a tu reino. Y dile a tu rey que la razón de que regreses de una pieza es porque un dragón jamás se rebaja a la altura de un venado.
El chico tragó saliva –o, más bien, vómito –y se fue de allí corriendo. Aegon, mientras, ordenó que las manos le fueran enviadas a los padres de su mensajero y les dijeran que había servido con honor a la casa Targaryen. También ordenó que no le molestaran y se fue de allí en dirección a la Cámara de la Mesa Pintada.
Los presentes empezaron a marcharse murmurando entre ellos mientras unos criados recogían las manos y los restos de la caja. No obstante, ella y Visenya se quedaron allí paradas. Las dos se miraron fijamente y asintieron a la vez.


Ambas hermanas entraron en la cámara. Tal y como esperaban, Aegon se encontraba frente a la mesa, mirándola fijamente; como había hecho todos los días desde que regresó de Essos.
- Dije que no me molestasen –les dijo sin apartar la mirada de la mesa.
- ¿Desde cuándo eso nos ha detenido? –dijo Visenya.
Las dos se colocaron cada una a un lado de él, quién seguía mirando fijamente la mesa.
- No tenía muchas esperanzas de que Argilac aceptara mi propuesta. Pero no esperaba que nos insultara de esa manera.
El rostro de Visenya disimuló menos la rabia que a ellas también les producía aquello. El Rey de la Tormenta no había insultado a Orys, les había insultado a ellos. Había insultado a los Targaryen.
- Siguen sin respetarnos –continuó –. Ni siquiera destruyendo la flota volantina he conseguido que dejen de vernos como simples isleños. Creen que voy a hacer como hicieron nuestro padre, nuestro abuelo o nuestros demás antepasados. Creen que voy a quedarme en esta roca a la sombra de sus reinos –golpeó fuertemente la mesa con su puño –. Pues se equivocan. El Feudo Franco conquistó esta isla como antesala de una invasión. Como hijos suyos, terminaremos lo que Valyria no pudo terminar.
Miró a Visenya, quién le devolvió la mirada. Rápidamente, supo lo que estaba pasando por su cabeza, porque era lo mismo que pasaba por la suya. El momento que tanto esperaban había llegado. Si necesitaban una razón para invadir Poniente, ya la tenían. La guerra había comenzado. Los ponientís habían despertado al dragón y pronto iban a conocer su furia.
Casi a la vez, las dos colocaron una mano sobre los hombros de Aegon.
- Fuego y Sangre –dijo Visenya.
- Fuego y Sangre –repitió ella.




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